No estoy muy acostumbrada a los cómics de autoayuda. De hecho, debería decir que Allí donde van las hormigas (2018) es el primero que leo y que, como no te guste su delicado dibujo y este tipo de puestas en escena no te vayan, encontrarás este cómic un poco básico. ¿Por qué? quizás porque lo que espero de uno de mis artes preferidos sea o entretenimiento a machete, o la sutil complejidad de las nuevas novelas gráficas que tanto inundan a día de hoy el mercado.
Sin embargo, Allí donde van las hormigas se parece más a los libros de autoayuda estilo Dios va en una Harley o El caballero de la armadura oxidada que, cual fábula, y sin desmerecer el mérito de las mencionadas obras pioneras, nos explicaban paso por paso cuál era la moraleja o enseñanza de la historia, arrebatando al lector la tarea de pensar por sí mismo y sacar sus propias conclusiones.
Esto, no obstante, no es exactamente malo. Este tipo de obras tiene su público y, pese a que yo siempre he sido bastante reticente a que una obra muestre desde el comienzo todas sus cartas, no por ello tiene por qué ser una mala obra o, el epíteto que ya estaréis pensando todos, facilona.
Allí donde van las hormigas es un bello cuento que narra cómo Said, un soñador niño que mata el rato imaginando a dónde irán las hormigas cuando van caminando en fila india, se ve obligado a cuidar del rebaño de su abuelo, emplazado en un solitario desierto. Quizás su gran fantasía o sus esperanzas de vivir mágicas aventuras sean las que le hagan aceptar que Zakia, la cabra, le hable, o que existan elixires de la invisibilidad o gigantes con tesoros infinitos.
Pero, pese a estar rodeado de cosas maravillosas o siendo consciente de que existen, su vida transcurre de forma monótona, imaginando que las hormigas viajan a otro sitio que no es en el que él está, simplemente porque donde él está no hay Nada, y donde las hormigas van hay Todo.
Said y el método socrático
Said es gruñón, cobarde, ignorante y cabezota. Toda una combinación posiblemente extraña para un protagonista de una historia que, de primeras, tiene que vivir una serie de aventuras y sufrir una catarsis. Said pertenece a esa clase de personajes que no aprecian lo que tienen pero que cuyo inconformismo no es tan fuerte como para atreverse a cambiar su vida. Aquello que desconoce no le hace daño y siente que la vida, pese a lo corta que aún es, no le ha tratado bien, como si el Universo le debiera algo.
Es por ello que la obra está plagada de diálogos en los que se busca la Verdad de las cosas y un encuentro con nosotros mismos a través de preguntas existenciales y respuestas retóricas. Desde un punto de vista filosófico es muy interesante, desde el punto de vista de la aplicación del método socrático a un cómic… Sócrates parece que no acaba de encajar.
De alguna manera, son tanto los secundarios como los antagonistas los que viven según unas fórmulas más sanas y con las que, aunque sea en la relación lector-personaje, podemos empatizar. La mayoría de ellos son humildes, pero los hay sabios y los hay conformistas. Los hay felices en su pobreza y los hay que luchan por cambiar su existencia. Esto es brillantemente plasmado por Michel Plessix en una recreación de las facciones que oscila entre el realismo más bello o repulsivo, según el caso, y la caricatura más básica, no dejando lugar a dudas acerca de las emociones de los personajes.
La búsqueda de la felicidad
Said, cuyo nombre irónicamente significa “feliz”, es un personaje extraño que, exige su felicidad en vez de perseguirla. Sé que no debería buscar que el protagonista me diera las lecciones a mí, es más, debería de estar encantada de pasar por encima del desprecio que siento por el protagonista en pos de centrarme en la historia, pero sí exijo a un libro de autoayuda que sea consecuente con sus lecciones.
Y es que lo que me irrita es que el guion cae una y otra vez en errores y contradicciones respecto a sus enseñanzas y eso sí que me parece imperdonable en un cómic que pretende aleccionarnos. La mayoría de dichos preceptos están impartidos por la cabra Zakia, un personaje visualmente feo, maloliente, viejo y con mal carácter, pero al que se le supone muy sabio (en, en términos generales, la ardilla de El caballero de la armadura oxidada), pero no está ahí para ayudarnos a vivir mejor, sino para mostrarnos una característica tóxica de la personalidad de Said y un ¡zas, en toda la boca! como forma de mostrar la moraleja.
Al final, las hormigas…son hormigas
Quizás estoy siendo muy dura con un cómic que podría estar dirigido a un público más infantil del que yo he deducido. Puede que, como ya he dicho, no me guste que me lo den todo masticado. Puede que considere las frases sentenciosas pasadas de moda. Puede que tenga que verlo con ojos más de niña. Pero también puede que esta no sea la mejor obra de Frank Le Gall y Michel Plessix.
Por otro lado, aunque sólo sea porque ya lo dicen en la sinopsis, si lo importante no es la meta, sino el viaje, sí que podemos encontrar dulzura en algunos personajes, algo de magia en la narración y un poco de poesía en los dibujos, pero no, no hay realmente malos a los que vencer, princesas a rescatar, mundos a los que salvar, más allá de nosotros mismos.
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