El audaz novelista Kingsley Amis decía de Fahrenheit 451 que era el más convincente de todos los infiernos conformistas. Probablemente fue uno más de los autores que encontraron perturbadora la obra de su contemporáneo Ray Bradbury, allá por 1953, pero su afirmación me parece la más acertada por todo lo que implica. La idea de unos EEUU en los que la literatura está prohibida y los bomberos, en vez de apagar fuegos, se dedican a quemar todo libro que cae en sus manos, debió de resultar en su momento más una fantasía que una distopía, pero yo, que he crecido viendo cómo, paulatinamente, se iba haciendo realidad esta situación: el desinterés por la lectura ante el auge de los mass media, los móviles y el contenido audiovisual, siento que no puedo estar más de acuerdo con la afirmación de Kingsley Amis y que, aunque no se prohíba la lectura, no es necesario, pues la gente ya no tiene interés en ella.
Y el público dejó espontáneamente de leer
El gran problema, no sólo planteado por el libro, sino extrapolado a la situación en la que vivimos actualmente, no es que exista un gobierno autoritario que nos ofrezca “Más circo y más pan”, o dicho de otro modo que, a base de suministrarnos ocio rápido, cómodo y barato, nos haga olvidarnos de los problemas reales del mundo; sino que el propio ser humano pierde el interés por culturizarse, produciéndose un embrutecimiento paulatino que desemboca en una sociedad conformista, fatua e ignorante.
Un contexto histórico que se repite
Ray Bradbury escribió Fahrenheit 451 el mismo año que el dramaturgo Arthur Miller escribió la famosa obra Las brujas de Salem. Para EEUU era un año complicado pues el senador Joseph McCarthy estaba llevando a cabo su particular caza de brujas contra los comunistas. Los medios de comunicación, esos en los que la gente confiaba, no hacían sino inflamar los confusos corazones de los ciudadanos con noticias pesimistas sobre traición a la patria, pudiéndose haber producido un escenario de quema de libros muy parecido al que se pregona en Fahrenheit 451.
Si en la novela la represión y quema de libros sale adelante es en parte porque se contaba con el apoyo del ejército, y en la realidad a McCarthy no se le ocurrió otra cosa que atacar al ejército. Nos podemos imaginar cómo acabó la cosa. Este hecho, lejos de resultar anecdótico, es muy esclarecedor de la situación que se nos pinta en Fahrenheit 451, donde el Estado, apoyado en el Ejército, mantiene con puño de hierro a la sociedad bajo su control, mientras desvía su atención con ocio basado en carreras de coches a 150 kilómetros por hora, televisores que ocupan paredes enteras y música atronando en auriculares de 24 horas. Simplemente, no hay tiempo para pensar.
Alguien tiene que dejar de quemar
Fahrenheit 451, en su hermoso formato de libro: lo abres, lees, te paras, piensas, lo cierras, te mueves, duermes, reflexionas, lees otro poquito, disfrutas…. es una oda a la Filosofía y a la Cultura. Ciertamente que no “importaría” que los libros desapareciesen como tal siempre y cuando la cultura tuviera un recipiente en el que contenerse, en el que guardarse y mantenerse a salvo, para posteriormente transmitirse.
Generalmente han sido los libros (manuscritos, pergaminos, hoy las tablets, los discos duros…) los encargados de tan noble misión (por eso la quema de la gran Biblioteca de Alejandría sigue doliéndonos a día de hoy), pero eso nunca ha sido lo realmente importante, frente al hecho de la transmisión del conocimiento. No en balde, a lo largo de la Historia la tradición oral ha sido clave en la transmisión de la información y el conocimiento, ya fuera ocio o noticias a través de los juglares, o de las profesiones y enseñanzas de la vida, que pasaban de maestros a aprendices y de padres a hijos. El problema sigue residiendo en el interés.
Libros como 1984 o Un mundo feliz, con sus terribles distopías, hacían hincapié en las sociedades conformistas y en lo fácil que resultaba para un gobierno manejar a un pueblo que no deseaba saber, sino sólo experimentar. Es una realidad que, aunque ha sido denunciada a lo largo de los siglos por mujeres y hombres que quisieron cambiar la Historia, hoy se hace más patente que nunca por la llegada, efectivamente, de esta sociedad que imaginó Bradbury y que se hace realidad apenas 50 años después.
Me acerco a Fahrenheit 451 con miedo
Me viene a la cabeza esta cita: “La juventud de hoy ama el lujo. Es mal educada, desprecia la autoridad, no respeta a sus mayores, y chismea mientras debería trabajar. Los jóvenes ya no se ponen de pie cuando los mayores entran al cuarto. Contradicen a sus padres, fanfarronean en la sociedad, devoran en la mesa los postres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros”. Parece sacada de una conversación con mi abuelo y, sin embargo, la escribió Sócrates entre los siglos V y IV antes de Cristo. Y eso me hace pensar en la universalidad de los problemas y su carácter atemporal.
Digo esto porque muchas veces consideramos estas distopías no sólo como situaciones hipotéticas lejanas, sino casi como fantasías imposibles de producirse (aun cuando el término distopía significa exactamente eso: sociedad ficticia indeseable en sí misma). El carácter de estas novelas, obras de teatro o ensayos que hacen su crítica social de una manera tan radical, es decir, sin miramientos ni veladamente, (porque, afortunadamente, la crítica social es un tema recurrente en la literatura) hacen que muchas personas se acerquen a obras como Fahrenheit 451 considerándolas exageraciones, cuando yo afirmo que no sólo son plausibles, sino realidades peligrosamente cercanas.
#Fahrenheit451 nos da las claves para nuestra culturización Clic para tuitearEs por todo esto que mi acercamiento a Fahrenheit 451, pese a lo incómodo de su lectura, es un ritual para mí de obligado cumplimiento anual. No quiero que se me olvide que el poder para preservar la Cultura reside en cada uno de nosotros. Solemos echarles la culpa a los gobiernos de los índices de analfabetismo, de las pocas ayudas al estudio, del fracaso escolar y muchos otros temas relacionados con la culturización (y no digo que no tengan su parte de responsabilidad), pero de lo que nos avisa Fahrenheit 451 es precisamente de que cada uno tenemos dentro de nosotros el poder de enriquecernos o embrutecernos.
Y, por una vez, tenemos entre nosotros una obra esperanzadora, pues su final sólo es el comienzo de algo nuevo y mejor. No sé si Fahrenheit 451 será como el fuego, abrasador pero cálido, incendiario en su contenido, alentador en su tacto. Pero es que no debemos confundirnos: no es liberador su contenido, sus palabras no son mazazos en nuestra cabeza. Porque pienso que, si tú, querido lector, elegiste leer esta crítica, seguramente ya hayas leído este clásico atemporal, o conozcas el género, o estás preocupado por la sociedad en la que vives. Y eso es que ya eras una persona preocupada por nuestro mundo, ya prendiste tu parte de mecha, ya has aportado tu vela al candelabro de la Cultura. Sólo se nos tiene que no olvidar alimentarla.