Y al fin llegó la guerra. La guerra que acabará con todas las guerras. O eso nos dijeron. Como veremos, en el análisis de la octava temporada, en el mundo de Juego de Tronos las cosas no son tan sencillas.
La séptima temporada de Juego de Tronos tiene una estructura particular, y no sólo por contar con siete capítulos en lugar de los diez acostumbrados. (El famoso debate, recordemos los desacuerdos entre producción y showrunners).
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Las múltiples tramas del show se han unificado en dos: la guerra contra los muertos en el norte y la guerra con los Lannister en el sur (Essos ni siquiera aparece en esta tanda de episodios). Así, tenemos una serie de eventos que avanzan con mucha mayor rapidez de lo acostumbrado. Esta cierta precipitación suscitó críticas de índole legítimo, al contrario que otras quejas de distinto género de las que hablaremos más abajo.
La séptima temporada de Juego de Tronos tiene una estructura particular.
En los tres primeros episodios (Rocadragón, Nacida de la tormenta y La justicia de la reina) Cersei Lannister (una Lena Headey cada vez más cómoda en su papel de arquetípica madrastra malvada) acaba con los aliados de Daenerys Targaryen: los rebeldes de las Islas del Hierro, las Serpientes de Arena de Dorne y la casa Tyrell de Altojardín.
Dado que esta triple alianza llevaba fraguándose prácticamente desde el minuto cero de la serie, quizás hubiera sido necesario más tiempo para cerrar estas líneas argumentales, o para dotarlas de más peso.
En cualquier caso, el desarrollo de estos primeros compases de la guerra es altamente efectivo y emocionante. Además, es la base del importante y espectacular cuarto episodio: Botín de guerra.
Los guiños a la mitología del oeste han sido constantes a lo largo de la serie. Baste recordar el “asalto al fuerte” que supuso la batalla del Castillo Negro. Pero en Botín de guerra la referencia se hace todavía más evidente.
Jamie Lannister escolta la caravana, la diligencia, que transporta el oro de Altojardín hasta Desembarco del rey; pero en el camino el ejército Lannister es asaltado por una carga dothraki, aullante cual caballería india. La derrota de las fuerzas realistas es total. Así, Daenerys da un fuerte golpe sobre la mesa que cambia el panorama geopolítico de la contienda y que conduce directamente a la segunda parte de la temporada. Ya lo sabemos, el viejo paradigma de la serie: la estrategia bélica tiene su reflejo en la estrategia narrativa. Jon Nieve busca el apoyo de Daenerys en la lucha contra los muertos, pero esta sabe que no puede luchar en dos frentes a la vez.
De modo que detener al ejército del Rey de la Noche requiere pactar una tregua con Cersei, y pactar una tregua con la actual reina requiere la demostración de que el ejército de los muertos existe. Nieve (motivado tanto por el amor como por el deber, como bien le señala su hermana Sansa) emprenderá una arriesgada expedición más allá del Muro acompañado por briosos compañeros: Jorah Mormont, Gendry, Beric Dondarrion, Thoros de Myr y El Perro.
El salto de tono de la primera parte de la temporada a la segunda reavivó la absurda, prejuiciosa y vieja crítica que propugnaba que la serie de HBO se había convertido en una serie de fantasía. Como ya señalamos en anteriores entregas de esta retrospectiva, Juego de Tronos se había constituido desde sus primeros pasos como un nuevo paradigma dentro del fantástico.
Lo cierto es que lo único que puede achacársele a este tramo de temporada es, de nuevo, muchísima precipitación. Las relaciones entre los miembros de la compañía tienen tantos matices y han pasado por tantas vicisitudes que merecen algo más que unas cuantas líneas de diálogo.
Lo único que puede achacarse a esta temporada es mucha precipitación.
Las viejas críticas se repetían como un mantra. Nos encontrábamos en 2017 en plena era del streaming y el meme. En la otra esquina del ring meiático, el principal competidor de HBO, Netflix, dejaba de lado las producciones herederas del modelo de la tercera edad de oro de la televisión (Mindhunter, House of Cards; en el primer caso por los elevados costes de producción, y en el segundo por los escándalos en torno a la figura de Kevin Spacey).
Nuevos modos narrativos se abrían paso en la parrilla de Netflix: pura mercadotecnia sin más objetivo que el entretenimiento (Stranger Things, La casa de papel) o la reivindicación vacía (Glow).
La tercera edad de oro de la televisión quedaba definitivamente enterrada: sus supuestos incómodos ya no resultaban gratos en la era del #metoo.
El papel realista que el show otorga a la mujer medieval resultaba problemático, puesto que según las viejas-nuevas tesis contribuía a la “normalización” de masculinidades tóxicas.
Así, se alzaron voces contra las frecuentes escenas sexuales de la serie y contra la visualización/conceptualización de Sansa como víctima de violación. Un delirio al que contribuyó la propia Emilia Clarke declarando que no volvería a rodar escenas con desnudos. En 2019, la actriz protagonizó Bajo sospecha, film olvidable con escena de sexo oral incluida.
Por otra parte, las viejas-nuevas críticas dejaban de lado aspectos muy destacables (y casi novedosos) de esta temporada.
Las desventuras de Samwell Tarly nos permite echar un vistazo a Antigua, cuna de los maestres y una suerte de Alejandría en Poniente.
En las anteriores temporadas, el teatro (elemento culturalmente definitorio en los siglos XV-XVI que Juego de Tronos pretende mimetizar; Guerra de las Dos Rosas, período Tudor y época isabelina, incluidos) y la religión (bajo la forma de los gorriones y del resto de iteraciones de lo trascendente), eran el centro de la reflexión social. En esta temporada, la filosofía y la ciencia (“la memoria del mundo”) son comentadas en profundidad.
Aunque son tratadas por el equipo de guionistas con cierta compasión, la filosofía y la ciencia no se libran de unos acerados y bien dirigidos proyectiles. En Poniente, la filosofía y la ciencia constituyen un sistema jerarquizado, burocrático y, en última instancia, inútil.
El personaje de Sansa (ahora Señora de Invernalia) completa un arco de transformación espectacular. Un cambio que no habría sido posible sin las dotes interpretativas de Sophie Turner.
La frialdad, la vulnerabilidad, la dureza, la amargura, el odio y el amor que la joven actriz es capaz de transmitir no han sido todavía suficientemente valoradas. A ello contribuye sin duda los descalabros en los que Turner se animó a participar por entonces (estoy hablando, claro, de X-Men: Apocalipsis y X-Men: Dark Phoenix).
La compleja relación entre Jon y Dany vertebra esta séptima temporada, y conducirá también la octava. Una vez el espectador ha descubierto la verdadera identidad de Jon (Aegon Targaryen, sexto de su nombre, legítimo heredero de los Siete Reinos) no puede más que preguntarse por su relación incestuosa con la que es su tía: Daenerys Targaryen.
Más allá de esta cuestión (relativamente sencilla de solventar: al fin y al cabo los Targaryen llevaban siglos casándose entre ellos), subyace el ansía de poder de una Daenerys que, después de todo, ya no es el último dragón.
Y por debajo de todo ello, la eterna pregunta que formula una y otra vez Juego de Tronos: ¿es el amor la muerte del deber?
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