VISIONES PELIGROSAS VII; Pólvora y traición.

⇒ Lea 📚, antes de comenzar este post, las anteriores partes de esta serie de artículos llamados Visiones Peligrosas.

A pesar de que a principios de los ochenta el mercado del cómic parecía estar abocado a la extinción (una situación, a tenor de la frecuencia con que se hace este pronóstico, al parecer crónica), todavía había espacio para el idealismo y el romanticismo.

No había nadie más romántico que P.Craig Russell (Ohio, 1951), un joven ilustrador americano que seguía la línea prerrafaelita de Barry Windsor-Smith. En Killraven (Amazing Adventures #18-#39, Marvel Graphic Novel #7, 1973-1983; Marvel Limited Edition: Killraven, Panini, 2019) un serial de ciencia ficción postapocalíptico escrito por Don McGregor (un escritor político de tendencias izquierdistas con un estilo denso y barroco del que Alan Moore aprendería mucho), Russell evolucionó hasta alcanzar un estilo épico, onírico y evocador (muy en la línea del artista checo Alfons Mucha).

Posteriormente, Russell se convertiría en el ilustrador de las aventuras de Elric (el primero en llevar al personaje al cómic fue Philippe Druillet en la revista francesa Spirits; los primeros en llevárselo a una publicación americana fueron Roy Thomas y Barry Windsor-Smith, quienes en Conan the Barbarian #14 le hicieron cruzar espadas con el mismísimo Conan). Michael Moorcock escribiría los guiones para Russell, y juntos plasmarían de forma sublime toda la cosmogonía de Orden y Caos que tanto obsesionaba a los jóvenes inquietos de la época.

Howard Chaykin tenía como meta renovar al héroe clásico.

Howard Chaykin (Newark, 1950) también era un romántico; pero a diferencia de Russell (heredero estilístico y temático de la vieja Europa finisecular), Chaykin era puramente americano. Una especie de Miller decantado y con una dosis extra de uranio.

Chaykin se encontró con que la Marvel de los setenta, (poblada de monstruos y bárbaros una vez liberada, más o menos, del Comics Code) era un terreno propicio para plantar las semillas de su peculiar arte. Dibujó los dos primeros números protagonizados por Killraven (Amazing Adventures #18-#19, febrero – abril 1973) después de que Neal Adams abandonara el proyecto y creó a Dominic Fortune (Marvel Preview #2, enero de 1975), aventurero de alquiler.

Howard Chaykin también colaboró con Michael Moorcock en una novela gráfica, The Swords of Heaven, the Flowers of Hell (Heavy Metal Books, 1979; Erekosë: Espadas del cielo, flores del infierno, Yermo Ediciones, 2020)  donde dibujó una versión muy particular del Héroe Eterno: Urlik Skarsol, el único personaje de Moorcock que es consciente de su papel como símbolo multiversal.

Pero el gran salto adelante de Chaykin tuvo lugar en el serial de Cody Starbuck (Star Reach #1, abril de 1974). Apoyándose en las lecciones de Gil Kane, pero también en los diseños de Jim Steranko y Sergio Toppi, Chaykin creó a un alegre, jovial y arquetípico aventurero. Tan arquetípico resultaba que a partir de Cody todos los héroes del autor tendrían la misma cara, incluyendo entre ellos a Reuben Flagg, el héroe de su obra maestra: American Flagg! (octubre de 1983 – marzo de 1988; Norma Editorial, 2011).

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Reuben es un héroe corporativo, un soldado un tanto estúpido enviado a la Tierra por una multinacional. A pesar de sus innegables cualidades como aventurero clásico, Reuben no se priva de ninguno de los lujos hedonistas que de la vida se pueden extraer. Chaykin sentía una punzante obsesión por los arquetipos de la América de los cuarenta y cincuenta: el soldado, el superhéroe, el aventurero y el detective. Chaykin creía que estos iconos ocultaban en realidad a hombres fascistas, hedonistas, depravados, misóginos y perturbados; cualidades todas que no les impedían ser héroes. Todo lo contrario: eran precisamente esas cualidades las que les convertían en héroes.

En manos del ambivalente Chaykin esta afirmación podía interpretarse como una crítica a los arquetipos clásicos y a la vez como una exaltación del carácter “outsider” del héroe. Pero cualquiera que sea la postura que se adopte respecto a Chaykin su impulso primero resulta inconfundible: renovar los géneros clásicos.

Concepciones románticas de la existencia que también compartía, a su manera, Alan Moore, quien llegó a escribir una etapa de la serie (#21-#27, junio – diciembre de 1985). En estas historias, Moore apeló al ideario de la Nueva Carne y al imaginario del principal valedor de esta tendencia cinematográfica: David Cronenberg.

En esta época, Moore estaba preocupado por su carrera.

Moore andaba bastante preocupado por el rumbo de su carrera. Miracleman había resultado ser una obra oscura. Tremendamente oscura. Probablemente la más oscura que Moore haya escrito nunca. No estaba contagiado del tono juvenil ni heroico del Capitán Britania y no poseía la ambigüedad de la futura Watchmen ni el romanticismo de V de Vendetta. Moore empezó a escribir y publicar esta última obra al mismo tiempo que Miracleman, y casi parece haber querido que fuera su reflejo especular.

En la editorial del primer número de Warrior, Dez Skinn citaba a Kennedy, argumentando que el mejor camino para el progreso era el camino de la libertad (Vargas, p.89), una especie de ironía teniendo en cuenta el carácter de la obra más exitosa e influyente publicada bajo su mandato. No obstante, y por debajo de los discursos rimbombantes, lo que Skinn buscaba de manera soterrada era repetir el éxito que había cosechado como editor en las publicaciones Marvel británicas.

Para conseguirlo se trajo consigo a un puñado de veteranos entre los que se encontraba David Lloyd, quien había sido apartado, por orden del mismísimo Stan Lee, de Marvel y de Night Raven, una especie de vigilante que homenajeaba sin mucho acierto a los viejos héroes del pulp. Lloyd se puso en contacto con un Moore extasiado con la posibilidad de escribir dos series para Warrior y con la libertad creativa que le ofrecía la publicación.

Envalentonado por el viraje hacia las políticas de extrema derecha que el mundo, y concretamente Inglaterra, experimentaba a principios de la década de los ochenta, Moore repasó los consabidos clásicos distópicos de la tradición anglosajona (Orwell, Huxley, Wells) y americana (Bradbury, Ellison) con el deseo de escribir su distopia personal. Pero fue Lloyd quien definió al personaje principal al compararlo con Guy Fawkes.

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Fawkes, según dicen el último hombre vivo que entró en el parlamento británico con intenciones honestas, es mundialmente conocido por hacerse matar el 5 de noviembre de 1605, día en el que participó en el Complot de la Pólvora: un atentado contra el muy protestante rey británico Jacobo I concebido como venganza por las persecuciones contra católicos. A partir de aquel día, Fawkes fue motivo de escarnio popular y quemar un espantapájaros con su rostro en el aniversario del atentado fallido se convirtió en una venerable tradición británica. Pero Lloyd opinaba que “no deberíamos arrojar al tipo a la hoguera; ¡deberíamos celebrar su intento de quemar el parlamento!” (Vargas, p.91).

Según Moore, otra venerable tradición británica consiste en convertir en héroes a criminales (véanse los ejemplos del Rey Arturo, Robin Hood o Dick Turpin) una vez sus rivales políticos se revelaban como gobernantes ineficaces. Moore y Lloyd jugarían con este concepto en lo que se empezaba a perfilar como una obra magna en toda regla.

La perspectiva de Moore y Lloyd respecto a los límites del heroísmo sería sorprendentemente clara y romántica, lo que no implica que Moore no fuera inteligente y deliberadamente problemático y provocador. La historia de V de Vendetta (Warrior #1-#26, marzo de 1982 – febrero de 1985, completada por DC en diez comic-books publicados entre septiembre de 1988 y mayo de 1989; ECC, 2020) tiene lugar en una Inglaterra aplastada bajo la bota del fascismo. Evey, una joven a punto de caer en el abismo de la prostitución, conoce a V. Este misterioso enmascarado resultará ser algo más que un hombre: es una idea. Y las ideas, como todos sabemos, no son fáciles de matar.

Gracias al buen hacer de David Lloyd, la iconografía revolucionaria está muy presente a lo largo de toda la obra (con toques de pulp aprendidos en Nightraven) y resulta especialmente inquietante comprobar que es muy parecida a los recursos propagandísticos fascistas. Hay muchos puntos de contacto entre el heroísmo y el fascismo (un tema ya explorado por Moore al final de Miracleman). Al fin y al cabo, el fascismo es una forma de heroísmo consensuado socialmente.

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El enemigo de Evey y V resultará ser la misma noción de sociedad. Una sociedad pérfida, decadente y corrupta gobernada por un hombre bueno e idealista que ha perdido la noción de la realidad. Para un anarquista como Moore habría sido muy sencillo tomar el camino fácil (el de la posterior película) y presentar al caudillo (Adam James Susan) como un monstruo sin escrúpulos. Pero Moore siempre ha sido lo suficientemente inteligente como para ir por delante de cualquier ideología, y para mantener al mismo tiempo una estudiada pose ambivalente.

Si Moore es tan ambiguo como siempre, ¿dónde está ese romanticismo comentado más arriba? En la concepción de V como superhéroe.

Su superhumanidad, sus superpoderes, no son (o no son exactamente) su fuerza e inteligencia aumentadas, si no su carácter revolucionario. V vivirá siempre como idea y su misión consiste en seguir vivo para que el sueño siga vivo. El sueño de que un hombre y sus ideales pueden sobrevivir a cualquier mal y a cualquier enemigo, incluso si ese enemigo es el propio Estado.

Así pues, el revolucionario romántico como superhéroe y el superhéroe como revolucionario romántico. Claro que para alcanzar ese ideal romántico V ha tenido que vender su alma a un ideal. Lo que le redime de caer en un destino similar al (varias veces mencionado en la obra) Fausto de Goethe es que V es consciente del sacrificio que le han obligado a hacer. Esto quizás pueda parecer un detalle inteligente pero poco relevante dentro de la bibliografía de un escritor marcado por su ansía de revolución constante; pero la autoconsciencia de V es la semilla que permitirá a Moore trascender y alcanzar las alturas de un Dante, un Shakespeare o un Arthur Miller.

En V de Vendetta, Alan Moore vuelve a hablar de dicotomías.

La autoconsciencia de V permite que Moore reconsidere la dicotomía Orden apolíneo/Caos dionisiaco presentada en Miracleman “como sístoles y diástoles del proceso histórico” (Vargas, p.95). A partir de obras referenciadas en el propio cómic (como Las raíces de la coincidencia, libro sobre parapsicología escrito por el represaliado soviético Arthur Koestler) Moore plantea el destino como una suerte de juego enfermizo: la sociedad genera injusticia, la injusticia genera héroes y los héroes generan símbolos que refrendan la legitimidad de nuevas sociedades.

El símbolo de V es, obviamente, una v. Uno de los grandes aciertos de Moore es plantear esta reflexión acerca de los símbolos utilizando el lenguaje propio del medio del cómic. La máscara de V son uves engarzadas. La celda de V en el campo de concentración es la celda número 5. V pasa cinco años preparando su vendetta. Guy Fawkes quiso volar el parlamento el día 5 de noviembre. Cada capítulo empieza con una v. En código morse las cinco notas de la 5ª Sinfonía de Beethoven se traducen en una v.

Más allá de las referencias literarias de un Claremont o cinematográficas de un Miller, Moore demostraba que el cómic podía llegar a sitios donde ningún otro medio podía llegar (en una suerte de interpelación textual e iconografía de carácter posmoderno que sería perfeccionada de modo sublime en Watchmen) y que podía reclamar con toda justicia su legitimidad como forma de expresión autónoma. Vi Veri Veniversum Vivus Vici.

💭 Recordad ⇒ podéis seguir aquí todo el análisis de Visiones Peligrosas.

About Pablo Menéndez

Pablo Menéndez (Madrid, 1997) es guionista y novelista. Ha trabajado, en guion y producción, para empresas como Sony, El Corte Inglés o ATM. Como novelista ha publicado Otro mundo azul (Imagica, 2020) y La Realeza (Imagica, 2021), entre otras obras. Sigue escribiendo a diario. Opina que la mejor generación de juegos de la historia es la de PS3. Discutirá con quién sea sobre lo que sea en cualquier momento.

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