A todos nos parece que la transparencia está muy bien pero cuando se refiere a los demás; cuando nos toca a nosotros, ya no nos gusta tanto. Cuando los ejemplos se refieren a los políticos o a las grandes corporaciones nos parece hasta justo, pero si se trata de airear tus propios mails…¡ah, amigo, ese es otro tema!
Después de ver El Círculo (2017) adaptada al cine por Dave Eggers, el propio autor de la novela y dirigida con cierta gracia por James Ponsoldt, sientes que el debate sigue estando servido. Es una película de esas que van abundando últimamente (igual que antes lo hicieran las de robots que se rebelan suscitando esa polémica de un futuro con demasiado poder y autonomía para las I.A) sobre el control de la información, el poder de las redes sociales y la pérdida de intimidad, generando conflictos de intereses y provocando muchas conversaciones acerca de la famosa frase: la información es poder.
Mae Holland (Emma Watson) es contratada por enchufe en la multinacional llamada El Círculo, la empresa de internet por excelencia, dedicada a tecnologías de la información. Su visión de dar a los usuarios una única identidad virtual y auténtica, a través del programa TruYou, basada en la completa transparencia, acaban dejando ver a Mae ver que los límites de lo ético y razonable están siendo traspasados.
¿La transparencia es buena?
Decía Eamon Bailey (Tom Hanks) y Tom Stenton (Patton Oswalt), CEOs de la compañía El Círculo, que lo mejor era conocerlo y compartirlo todo, sin secretos; que las mentiras eran lo que arruinaban a las personas. Posiblemente en una relación de pareja podría entenderse ese ideal, pero la barrera entre la comunicación sana y la violación de la intimidad se franquea con demasiada ligereza en la película haciendo que no sea posible una empatía con las acciones de la compañía y provocando que nos posicionemos rápidamente a favor de los personajes que sufren las consecuencias de esta transparencia: los padres de Mae (Bill Paxton y Glenne Headly) y sus mejores amigos (Ellar Coltrane y Karen Gillan).
Así, la película peca de pasar con demasiada ligereza por todos los asuntos que trata y de llegar a su consecución con demasiada rapidez, sin ni siquiera sacar partido de los actores (sobre todo en el caso de John Boyega) o de las tramas secundarias. Sin duda quiere mostrar las dos caras de la moneda pero su único acierto en este sentido es mostrar rechazo a enseñar a los demás lo que hacemos en el baño y lo que hacemos en la cama (dos temas tan radicales que resultan casi clichés) y mostrar un par de peligros reales (pero demasiado radicales otra vez como para resultar creíbles) para sumergirnos en la trama.
Toda la película resulta un cóctel de clichés sobre los peligros de la era de la información que nos dejan sedientos hasta después de beber. Los ingredientes estaban ahí pero lo poco novedoso del tratamiento, lo aséptico de las actuaciones de la totalidad de los personajes y, sobre todo, la ausencia total de tensión, hacen que lo que tenía que ser un thriller cibernético intrigante con sus dosis de muy posible realidad futura terrorífica sea un sencillo paseo cómodo por una especie de Gran Hermano con menos interés aún que el conocido programa de televisión.
El debate sobre la privacidad en internet o en nuestra vida en general seguirá estando ahí cuando esta película caiga en el olvido, que lo hará. Si queréis ver series interesantes y que aporten alguna reflexión no tan obvia sobre esta temática os recomiendo la escalofriante Black Mirror o la divertida Silicon Valley. Por mi parte, si lo que quiero es flipar con la parte divertida de pertenecer a una compañía dedicada a la comunicación que trata de maravilla a sus empleados sigo decantándome por Los Becarios; por lo menos no intenta convencerme (lo cual es imposible) de que ocultar las experiencias personales es un delito.
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