Andalucía. 1980. Acaba de instaurarse la democracia y dos polis de homicidios de Madrid llegan a un barrio de mala muerte a solucionar un doble asesinato de dos hermanas adolescentes.
Uno es un bebedor, Juan, (Javier Gutierrez) con pasado turbio y una infección de orina que no causa más trastorno que el usar metraje para contarlo, recordando levemente a La milla verde pero sin negro que le ayude. El otro, Pedro, (Raúl Arévalo) es un casado con problemas con su mujer embarazada. Dos polis muy humanos a los que durante toda la película se les nota muy afectados por los hechos. De hecho, está todo el mundo tan serio que te dan ganas de soltar un puto chiste a ver si se relaja el ambiente. O que alguien se tire un pedo. Estoy segura de que nadie rió en toda la peli, lo cual, más que meter en materia al espectador, le hace pensar en una mocromática peli llena de monótonas actuaciones. Menos mal que la fotografía y el ambientación son muy buenas y consiguen esa inmersión del espectador en la película.
De hecho, es algo común a la totalidad del elenco de personajes que componen La isla mínima. Cuando vi al que llaman “El Guapo” (Jesús Castro) sólo podía pensar en Tesis. Seguro que el actorcillo se ha inspirado en Eduardo Noriega para el papel pero lo hace como el culo. Por lo menos podrían haber trabajado el acento. Será porque soy de Madrid pero la veíamos los colegas y nos costaba entender el acento. Autenticidad, sí, pero vocalizando, por favor.
Teniendo en cuenta que las películas españolas suelen hacer hincapié en las relaciones entre personajes y en la densidad de sus problemas, resuelvo que lo importante de La isla mínima reside en la relación entre los dos policías. Desde luego no son Tango y Cash, ni siquiera Martin Riggs y Roger Murtaugh (o tantas pelis de polis con estilos diferentes), pero actúan muy bien, demostrando que no son de los que se encasillan en un sólo tipo de papel. En La isla mínima lo más interesante reside en que uno no aprueba los métodos del otro pero de forma velada. Es decir, que el rudo le evita al otro tener que participar en las palizas para salvarle de tener cargos de conciencia pero sin que el suave evite las cosas que hace el rudo. Una especie de aprobación velada.
Es un mundo en el que la ley no tiene tanto peso como cabríamos esperar. Todo el mundo miente, todo el pueblo es cómplice de los acontecimientos, consciente o no (¡Los niños! ¿Es que ya nadie piensa en los niños?), y sólo entienden la ley de la fuerza. Las placas de policía no significan nada y sus intentos por hacer las cosas bien se evaporan con la evidencia de esa mentiras haciendo que el lado más salvaje de los dos polis resurja: el del duro, y del que finge no ver nada.
Como cabría esperar, todo es muy gris, el que ha hecho el bien también puede haber hecho el mal y no por ello ser considerado mala persona. Es una característica muy humana, y está bien traída al caso en esta película, en la que todo el mundo intenta huir de su situación y del asqueroso pueblo aunque tenga que hacer cosas indignas. Sin embargo, la película no consigue con su seco guión transmitir más que hastío y ganas de que termine la película, y al final (obviamente) nos complace, pero de una manera tan rápida y sin pompa ni comparsa, haciendo que nos preguntemos ¿dónde está el clímax?
En fin, que no sé porqué tanto bombo con la película de marras. Es pasable, a ratos cargante, y sin nada novedoso. Supongo que algo tenían que llevar a los Goya, pero eso me hace pensar ¿esto es de lo mejor que traemos en España? Pues tiemblo.
(5,5 / 10)
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