Han pasado once años desde el estreno de Juego de Tronos. Tres desde su finalización. En este tiempo, mucho se ha dicho y se ha escrito sobre la serie: una producción que ha pasado de serie de culto, a fenómeno de masas, a objetivo del repudio global.
Juego de Tronos, así como su destino en una parrilla televisiva que experimentó en paralelo la mayor revolución de su historia, es la metáfora perfecta de una sociedad egoísta, caprichosa y cruel. Y también una herramienta para responder a las preguntas importantes, ineludibles. ¿En qué hemos cambiado? ¿Qué es el cambio? ¿Pero acaso las cosas cambian?
Mucho se ha dicho sobre la serie.
Fueron años curiosos, la primera década del actual milenio, en lo que a fantasía cinematográfica se refiere.
Dejando atrás el infame recuerdo de films como Dune (David Lynch, 1984) o Dragones y mazmorras (Courtney Solomon, 2000), la trilogía de El Señor de los anillos (Peter Jackson, 2001-2003) demostró que la fantasía podía ser material fílmico de primera categoría.
El éxito de Jackson abrió nuevos caminos para la fantasía (y, por extensión, para el fantástico). Por un lado, y una vez renovada la confianza de los estudios, no tardaron en llegar las adaptaciones de sagas puramente fantásticas destinadas a los niños: Harry Potter y la piedra filosofal (Chris Columbus, 2001) y El león, la bruja y el armario (Andrew Adamson, 2005). No es casualidad que estos films adapten literatura británica y que obtuvieran numerosos premios (Oscars, Baftas) en las categorías de diseño y vestuario.
Pero volveremos sobre esto más adelante, porque la fantasía adulta también tuvo su momento de esplendor. Gladiator (Ridley Scott, 2000) apeló a la épica para cautivar a los mayores de la casa. Otros films quisieron seguir su estela, pero las muy estimables Troya (Wolfgang Petersen, 2004), Alejandro Magno (Oliver Stone, 2004) y El reino de los cielos (Ridley Scott, 2005) no consiguieron emular el éxito de la historia del gladiador que desafió a un imperio. No es casualidad que estos cuatro films trataran de la sempiterna lucha oriente-occidente. Pero, de nuevo, volveremos sobre esto más adelante.
Este auge de la fantasía audiovisual fue tan interesante como breve. Hacia finales de la primera década, los dos caminos mencionados acabaron desembocando en subproductos como Crepúsculo (Catherine Hardwicke, 2008), Caperucita roja: ¿A quién tienes miedo? (Catherine Hardwicke, 2011) o La última legión (Doug Lefler, 2007).
Mientras todo esto ocurría, HBO se había convertido en la causa y el efecto de lo que se conoce como la Tercera Edad de Oro de la Televisión.
Gracias a su servicio de suscripción, HBO pudo prescindir de los anunciantes (quienes tradicionalmente tenían la capacidad de vetar o censurar los contenidos de las cadenas) para presentar una larga lista de series revolucionarias que renovaron los géneros clásicos de la cinematografía: el criminal (Los Soprano; David Chase, 1999-2007), el policiaco (The Wire; David Simon, 2002-2008), el western (Deadwood; David Milch, 2004-2006) y la dramedia familiar (A dos metros bajo tierra; Alan Ball, 2001-2005).
HBO también se animó con la épica y el fantástico. Aunque Roma (John Milius, 2005-2007) es hoy día considerada como una de las mejores series de la historia, lo cierto es que fue cancelada tras su segunda temporada debido a sus elevadísimos costes de producción. Misma suerte corrió la sobrenatural Carnivale (Daniel Knauf, 2003-2005). Por otro lado, la vampírica, sexual y perversa True Blood (Alan Ball, 2008-2014) afrontó tras su estreno las peores críticas de la historia de la cadena.
Por tanto, no es de extrañar que la producción de Juego de Tronos fuera de todo menos sencilla.
George R.R Martin (Nueva Jersey, 1948) había destacado como escritor de género durante los setenta y principios de los ochenta. Muerte de la luz (1977), Refugio del viento (1981; coescrita con Lisa Tuttle), Sueño del Fevre (1982) y Los viajes de Tuf (1986) son novelas que confirman su enorme talento e inventiva más allá de Canción de Hielo y Fuego.
A mediados de los ochenta el fiasco económico de una de sus novelas (Armaggedon Rag, 1983; la única suya no publicada en castellano) obliga a Martin a escribir capítulos para series de televisión como La bella y la bestia o La dimensión desconocida.
Martin permanecerá bastante tiempo, casi una década, batallando en el pantanoso terreno de la televisión sindicada. Ese bagaje es fundamental para entender Juego de Tronos (1997, primera parte de Canción de Hielo y Fuego), novela cuya estructura y trama se define en relación con los saltos en el punto de vista. Una estrategia televisa clásica en producciones de carácter coral.
Martin cuenta que el mundo de Juego de Tronos nació a partir de un sueño en el que un señor feudal ejecutaba a un siervo delante de su hijo y sobre un paisaje nevado. Más allá de la poesía, Poniente y Essos son fruto de una larga investigación por parte de Martin en multitud de fuentes, influencias y acontecimientos históricos: El Señor de los Anillos, la Guerra de las Dos Rosas, la épica tardomedieval, el Muro de Adriano de la era romana, el mundo de comerciantes genoveses y venecianos descrito en Los viajes de Marco Polo, Dune…
Si la cualidad televisiva de Juego de Tronos jugó a su favor en el proceso de adaptación televisa, el carácter ecléctico de su mundo constituyó un hándicap (casi) insalvable.
David Benioff y D.B.Weiss fueron los elegidos para adaptar lo inadaptable a la pequeña pantalla. Benioff venía de escribir Troya (Wolfgang Petersen, 2004) y durante el largo (2007-2011) proceso de desarrollo de la primera temporada de la serie escribió X-Men Orígenes: Lobezno (Gavin Hood, 2009). La carrera de Weiss era todavía más discreta que la de su amigo Benioff. Ambos se conocían desde la universidad. Estudiaron juntos literatura irlandesa en el Trinity College de Dublin (Benioff se licenció escribiendo una tesis sobre Samuel Beckett).
Una vez HBO aprobó el guion del episodio piloto de Benioff y Weiss, la cadena dio luz verde para el rodaje del piloto. Una experiencia desastrosa, según comentan todos los implicados. Si la cualidad televisiva de Juego de Tronos jugó a su favor en el proceso de adaptación televisa, el carácter ecléctico de su mundo constituyó un hándicap (casi) insalvable.
Además de contener diversos cambios sustanciales con respecto a la novela original, el guion del piloto replanteaba por completo el personaje de Daenerys Targaryen. En la novela, Dany es una niña de doce años vendida al señor de los caballos Khal Drogo. En el piloto era Dany la que subyugaba mediante el sexo al imponente Drogo. Para interpretar a Dany se escogió a Tamzin Merchant, actriz que había destacado por su sensualidad en Los Tudor (Michael Hirst, 2007-2010; Hirst, por cierto, escribió la única serie que ha conseguido rivalizar con Juego de Tronos en lo que a impacto cultural se refiere: Vikings).
Tan candente se puso el asunto entre Merchant (Daenerys) y Jason Momoa (Drogo) que un caballo quiso sumarse a la fiesta con la herramienta enhiesta. HBO nunca ha querido hacer público el episodio piloto.
Sin embargo, en un movimiento inaudito, la cadena dio luz verde para que se escribiera y se rodara un nuevo episodio piloto, mucho más cercano al material novelístico y con la en aquel momento desconocida Emilia Clarke como Daenerys. Para hacerse cargo de la realización se contrató al veterano Alan Taylor (Homicide, Oz, Los Soprano, Mad Men).
Winter is coming (primer episodio de la primera temporada) se estrenó el 17 de abril de 2011 en Estados Unidos y Canadá. Sólo dos millones de personas “asistieron” al estreno. Un cifra ridícula…pero no para los estándares de HBO, acostumbrada (al tratarse de un servicio de pago) a audiencias mucho más bajas. Cuentan que tras el estreno los ejecutivos de la cadena llamaron a David Chase.
-No te preocupes por lo que acaba de pasar con Juego de Tronos –le dijeron-. Tú sigues siendo nuestro referente.
Mala señal, desde luego, si el líder necesita que le reafirmen en su liderazgo.
Pero, ¿qué nos cuenta exactamente Juego de Tronos?
La acción se sitúa unos veinte años después de que la rebelión del rey Robert Baratheon (Mark Addy) acabará con la dinastía que llevaba trescientos años gobernando Poniente: los Targaryen. El Guardián del Norte, Ned Stark (Sean Bean) es reclamado por el rey para ejercer como Mano del Rey en la capital, Desembarco del Rey, tras la repentina muerte de su mentor Jon Arryn.
Una vez en Desembarco del Rey, Ned descubre que la muerte de Jon Arryn pudo ser repentina, pero para nada accidental. Su defunción tiene estrechos vínculos con dos miembros de la poderosa casa Lannister: Jamie (Nicolak Coster-Waldau), capitán de la Guardia Real, y Cersei (Lena Headey), esposa y reina de Robert Baratheon.
Jamie y Cersei mantienen una relación incestuosa que desembocará en dos consecuencias graves: el descubrimiento de la ilegitimidad del príncipe Joffrey Baratheon (Jack Gleeson) y la guerra entre los Stark y los Lannister.
Esta trama es más propia del género negro (un caso de incesto que remite a la corrupción más amplia de todo un sistema social; véase Chinatown) que del fantástico. Pero lo cierto es que Juego de Tronos es una serie tramposa, en el buen sentido del término: toda su primera temporada se construye para hacer creer al espectador que el protagonista de la función es Ned Stark, cuando en realidad esta primera tanda de episodios no es más que un prólogo para que los verdaderos protagonistas entren en escena.
Robb Stark (Richard Madden), el heredero de Robert, un gran líder demasiado noble para la guerra. Sansa Stark (Sophie Turner), hija mayor de Ned, una niña malcriada que todavía cree en los caballeros y las princesas. Bran Stark (Issac Hempstead-Wright), segundo hijo de Ned, un niño con misteriosas conexiones con lo inefable y lo sobrenatural. Arya Stark (Maisie Williams), segunda hija de Ned, una niña que quiere ser soldado. Theon Greyjoy (Alfie Allen), protegido de Ned, vanidoso y arrogante, inseguro y asolado por las dudas acerca de su incierta identidad social. Jon Nieve (Kit Harington), el bastardo de Ned, alistado en la Guardia de la Noche, una orden encargada de proteger Poniente de los monstruos que acechan más allá de El Muro. Y finalmente, Daenerys Targaryen (Emilia Clarke), última superviviente de la casa Targaryen, (todavía no) madre de dragones, empeñada en cruzar el mar que separa Essos de Poniente, para así volver a casa y recuperar su trono…a sangre y fuego.
En última instancia, todos ellos niños obligados a crecer en un mundo dominado por el poder y la codicia.
En última instancia, Juego de Tronos trata sobre unos niños obligados a crecer demasiado deprisa.
Más allá de su excelente guion y de sus cientos de personajes brillantemente construidos e interpretados (destacando el Tyrion Lannister de Peter Dinklage, auténtico robaescenas de la serie, y los arteros y maquiavélicos consejeros Varys, Conleth Hill, y Petyr Baelish, Aidan Gillen) una serie como Juego de Tronos se la juega en su apuesta visual.
Con los presupuestos limitados de la televisión no es fácil construir visualmente de manera creíble un mundo tan ecléctico como Poniente y Essos. La suntuosa corte caballeresca de Desembarco del Rey debe dar paso al agreste Norte (una suerte de Escocia medieval), y este dar paso a las estepas heladas de más allá de El Muro, y este a su vez dar paso al desierto dothraky (un émulo del desierto del Gobi en la época de los grandes khanes hunos).
La ambición de semejante empresa (construir, literalmente, un mundo) se desatará en temporadas sucesivas, con la presentación de Dorne (similar al Reino Nazarí de Granada), Altojardín (el Valle del Loira francés), Pike (Irlanda) y las Ciudades Libres de Essos (las repúblicas libres de la Italia tardomedieval).
Por suerte para HBO, la serie contaba con Mario Pontecorvo (Roma) como director de fotografía, con Gemma Jackson como máximo responsable del apartado artístico de la serie y con Michelle Clapton como responsable del vestuario.
El excelso trabajo de estos tres artesanos explicita una verdad evidente, pero a menudo pasada por alto. Al contrario de lo que podría pensarse, lo más complicado no es conseguir que los reinos de un mundo subcreado parezcan distintos. Lo más complicado es sugerir que estos reinos son parte del mismo mundo. Es decir, que cuentan con su propia historia.
La puesta en escena (Tom McCarthy, Brian Kirk, Daniel Minan, Alan Taylor y Timothy van Patten a los mandos de esta tanda de episodios) remite a El Señor de los Anillos y a Gladiator en su (he aquí una paradoja) excepcional funcionabilidad. La batalla que abre la cinta de Ridley Scott, particularmente, parece un molde sobre el que asentar los momentos álgidos de la trama.
No obstante, en esta primera temporada, las limitaciones de presupuesto se hacen notar, aunque sea en contadas ocasiones. Si en el libro, el continuo salto entre puntos de vista convertía el no mostrar la batalla de Aguasdulces en un golpe maestro en lo que administración del suspense se refiere, en la serie este recurso canta por peteneras.
Máxime cuando en las siguientes temporadas se nos ofrecerán las batallas más recordadas de la televisión: Aguasnegras, la Batalla de los Bastardos, Invernalia, Desembarco del Rey, entre otras.
En diez años, mucho se ha dicho y se ha escrito sobre Juego de Tronos. Necedades inofensivas en su mayor parte. Sin embargo, una rama crítica (auspiciada por la “nueva política”; no podemos dejar de mencionar aquí el infame Ganar o morir: lecciones políticas en Juego de Tronos coordinado por Pablo Iglesias) insistió en presentar la serie con el poco trabajado lema de “Los Soprano en el mundo de El Señor de los Anillos”.
Con semejante presbicia, no es de extrañar que esa rama crítica acabara por despreciar Juego de Tronos cuando los elementos fantásticos acabaron por copar la pantalla con el correr de las temporadas.
Juego de Tronos siempre ha sido, y siempre será, una serie de género fantástico.
Juego de Tronos tiene una evidente lectura política. Como The walking dead o el cómic de Y, el último hombre, es una exploración de la psicología del superviviente en un contexto de trauma, crisis y decadencia tras la irrupción de “el otro”: el zombi, las mujeres, el dothraki, los caminantes blancos, el inmigrante, el terrorista.
Pero esta condición metafórica (en el sentido que le da Aristóteles en su Poética) se da por (y no a pesar de) su condición de relato fantástico. Por mucho que esto repela a los acomplejados mandarines de la cultura, Juego de Tronos siempre ha sido y siempre será una fantástica serie de género fantástico.
Y lo mejor de todo es que en esta primera temporada solo se muestran pequeñas pinceladas de un mundo que se hará más y más y más grande. Muchas cosas aguardan en el futuro. Entre ellas, la consolidación definitiva del fantástico y la irrupción del streaming. Dos fenómenos que comentaremos en sucesivas entregas.
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